CRISTIANOS PUROS DE ÁFRICA

Luis López “Gabú”

 

 

En las lejanas tierras africanas donde hace 3 000 años habitaba la mítica Reina de Saba, de quien el Antiguo Testamento dice que viajó a Jerusalén en tiempos del rey Salomón, se encuentran los cristianos ortodoxos coptos, los únicos cristianos africanos que no fueron convertidos por las colonizaciones y que mantienen sus cultos y tradiciones con la misma pureza que hace más de mil años.

El cristianismo llegó en el siglo IV al imperio Axum (actual Etiopía y Eritrea), siendo uno de los primeros estados cristianos del mundo y el primero, incluso antes que el Imperio romano, en acuñar moneda con la cruz cristiana.

La existencia de un imperio cristiano en África fue desconocida durante siglos por los europeos a causa de su aislamiento. Totalmente rodeado de beligerantes territorios musulmanes de intensa veneración al Islam, hecho que se mantiene actualmente por encontrarse entre Somalia, Sudán y la península arábiga.

A este aislamiento contribuyó también el hecho de estar situado en un hermético sistema montañoso de hasta 4.200 metros de altitud, que aloja grandes precipicios y escarpadas cordilleras, preservando así una rica, pura y original concepción religiosa cristiana no contaminada durante siglos.

En torno al siglo XIII, en la antigua Roha, segunda capital del antiguo imperio etíope se construyeron 11 imponentes y misteriosas iglesias cavadas en roca a 2.630 m de altitud y rodeadas de un extenso sistema montañoso de más de 4.000 metros de altitud que alberga otras decenas de pequeñas y aisladas iglesias.

Fue Lalibela, rey africano de este aislado estado cristiano, el que ordenó construir estas enigmáticas iglesias, para convertirse así en el principal lugar de peregrinación de los cristianos ortodoxos en África.

Estas iglesias esculpidas cavadas en roca tenían como inspiración las edificaciones de la antigua Jerusalén, en una época en que estaba en manos de los musulmanes. El hecho de tratarse de construcciones bajo tierra o subterráneas, las hace únicas en el mundo y las rodea de una extraña atmósfera que ha intrigado durante siglos.

Desde el siglo XIII hasta nuestros días, este lugar santo de los cristianos ortodoxos africanos se convierte en un destino de intensas peregrinaciones cristianas rodeadas de territorios de férrea fe musulmana, lo que las hace más misteriosas y ricas en forma y fondo.                                                                                                 

La visión del artista

El proyecto sobre los cristianos puros de África nace tras completar un largo recorrido por otras formas de espiritualidad y mi interés por dar un testimonio fotográfico desde mi enfoque artístico, bajo la influencia de muchos de los pintores universales anteriores al nacimiento de la fotografía.

Mi único objetivo cuando me planteo un proyecto es (salvando las distancias) inspirarme en lo mismo que se puede ver en museos como el Prado o el Louvre, entre otros. Esto es, dar testimonio con una imagen de un tiempo, lugar o pensamiento no solo informando, sino intentando provocar la emoción al margen de la información. Para mí la información no es el fin, el fin es la emoción. Por esa razón no me considero un informador, simplemente soy un testigo que trata de emocionar y despertar al espectador por otras culturas olvidadas y al límite de la desaparición.

En el largo camino que desde el año 1999 inicié para recorrer paralelamente diferentes áfricas desde la continental, en el hermético Islam africano, hasta la desterrada África del vudú en Haití, traté de saciar mi interés por las culturas olvidadas y su proximidad a la desaparición por el fuerte avance de una globalización cultural inquisidora, globalización que busca crear un pensamiento mundial único y uniformado para, de esta forma, manipular a toda la población con más facilidad y sumergirla en un holocausto cultural que privará a nuestros descendientes de la reflexión en torno a la diversidad. Diversidad cultural que solo podrá ser descubierta por medio de libros o catálogos similares al de esta exposición. Publicaciones que en un futuro muy próximo no serán más que esquelas ilustradas de culturas y vidas perdidas.

Con mis pies pero también con mis ojos de artista, sentí y caminé por muchos territorios africanos desde Guinea Bissau, en el extremo occidental de África, en el año 1999, hasta Somalia, en el extremo oriental de África en el 2008, para introducirme en el hermético mundo de las más profundas y remotas escuelas coránicas africanas. Allí descubrí la enseñanza del Islam y el Corán por medio del soporte más antiguo de enseñanza: unas emotivas y gastadas tablas coránicas sobre las que los niños escriben, aprenden y borran el Corán convirtiendo la tabla en una pequeña y austera obra de arte que me recordaba la pintura de Antoni Tàpies. Esta tabla es la única forma de recibir la educación musulmana en muchos territorios de África, hecho que contrasta con el mundo occidental lanzado hacia la sustitución de los libros por soportes electrónicos como el ordenador o el e-book.

Este contraste entre mi vida occidental y mi otra vida “africana” en ocasiones me convertía en una persona que vive en una cuerda floja mental, entre la serenidad de una tabla coránica y la velocidad de un ordenador. Entre dos formas de ver la vida, con serenidad o con velocidad, entre la forma en que se puede ver una exposición en la que el espectador se detiene, elije y reflexiona con libertad marcando él mismo los tiempos, o la contraria del audiovisual donde el cine o la televisión marcan los tiempos del espectador abrumado ante el volumen de una información fugaz y no selectiva.

En Haití, durante años pude conocer a muchos brujos vudú (bokors) y sus rituales privados, el éxtasis de sus trances y el encuentro con el placer espiritual y liberador de sentirse satisfechos consigo mismos por medio del trance. Si algo destaca en un ritual de un brujo o sacerdote vudú es el orden de estos rituales privados, cómo se marcan los tiempos con los tambores y los cánticos, cómo se perfuma el ambiente, cómo es necesario que el ritual comience al anochecer y termine tras muchas horas con un sacrificio antes de amanecer, en un “in crescendo” hipnótico que semeja el Bolero de Ravel. El vudú necesita un orden interior para llegar a sentir la espiritualidad, un orden que contrasta con un país caótico y sin orden como es Haití. Tal vez por esa razón los haitianos se siguen agarrando con fuerza al vudú, que es lo único que tiene orden en Haití, el orden y la serenidad de la espiritualidad.

La velocidad de información y desinformación recibida en el mundo occidental en cierto modo expulsa la espiritualidad del ser humano, su capacidad de reflexión y su serenidad ante la vida para llevarlo a una gran insatisfacción consigo mismo. El placer y el éxtasis en la espiritualidad o en la sexualidad se producen cuando es voluntaria y no forzada, pero el placer se escapa cuando uno mismo no marca los tiempos. La necesidad de espiritualidad en el ser humano es incuestionable, y de esta necesidad surgen las religiones para ordenarla. Pero la insistencia de las grandes religiones en su afán excesivo de crecer, controlar y jerarquizar no favorece en exceso el desarrollo de la espiritualidad, ya que la convierte en un elemento rígido e insípido que no sacia la necesidad humana de sentir la espiritualidad como algo liberador que provoque un orden interior lleno de serenidad.

 

 

 

La mirada íntima del artista

 

Las imágenes cristianas de los libros religiosos y del catecismo que recibíamos los niños españoles en los años 60, marcaron en mi mente una imagen poética de la época de Jesucristo, principalmente las imágenes de las túnicas cubriendo el cuerpo desde la cabeza hasta los pies. Unas túnicas que como esculturas clásicas marcaban luces y sombras, esas misma luces y sombras que busqué en otros proyectos espirituales sobre el islam o el vudú, pero que aquí envuelven al ser humano para darle una forma mucho más espiritual, incluso casi fantasmagórica. Recuerdo mis infantiles imágenes mentales de la Santa Compaña creadas al oír a los mayores en las aldeas gallegas de aquellos años: una procesión de espíritus con túnicas que deambulaban por las noches entre la niebla del montañoso paisaje gallego para buscar y atrapar a los vivos.

Con el paso de los años, uno descubre que algunas de las imágenes cristianas de mi infancia, que ilustraban los viejos libros religiosos provienen de grandes pintores clásicos en los que me inspiré. Pero sobre todo provienen de Gustave Doré el artista y grabador del siglo XIX que con sus ilustraciones de la Biblia y de la Divina Comedia dibujaron sobre mis ojos un filtro claro-oscuro que empuja en mí el deseo escultórico de retratar a los “Cristianos Puros de África” con una visión sensual de la espiritualidad, entre las luces y sombras de las túnicas y bajo la mirada del hipnótico brillo de las cruces coptas.

El ser humano siente la necesidad de materializar la espiritualidad en un elemento físico. En Etiopía los cristianos buscan en la cruz, la Biblia y las pinturas un elemento vertebrador de su espiritualidad. Pero quizás fue la túnica, que también representa la pureza de estos cristianos, el elemento que en mayor medida despertó mi inspiración.

La túnica de los cristianos etíopes está presente únicamente en su culto y transmite la sensación de protección y escudo frente al exterior. Es una frontera entre la interior riqueza espiritual y la falta de recursos de su vida humilde. La túnica blanca dignifica y cubre todo el cuerpo del cristiano, convirtiéndolo en un gran templo individual en cuyo interior se puede oír la musicalidad de su espiritualidad, su orden interior y la serenidad ante su complicado día a día.

Esa misma túnica en muchos casos formaba un nudo casi invisible en una esquina, un nudo que envuelve la arcilla blanca con la que pinta entre ellos una cruz blanca en su frente, y que para mí suponía una visión hipnótica de sus rostros, de sus ojos. La efímera cruz blanca sobre la frente de los cristianos refrendaba aún más esa pureza, y dotaba a los rostros de un magnetismo lleno de una especie de mágica y prohibida sensualidad, como una bella “madonna” sobre un cuadro de Antoni Tàpies.

Más allá de esa efímera cruz blanca sobre la frente, está la riqueza artística de las cruces coptas, desde las más grandes depositadas en los altares de los grandes templos, hasta las más pequeñas depositadas sobre el pecho de los fieles que acompañan y protegen de forma permanente su complicada vida y su desnudez ante la misma.

La forma de las cruces y su riqueza artística envuelta en serenas líneas curvas las dotan de una contradictoria sensación: la de ser el símbolo de la muerte de Jesús y al mismo tiempo, encarna una delicada sensualidad, al carecer de líneas rectas.

La sensualidad espiritual que marcó y deslizó mi inspiración artística para desarrollar este proyecto tenía que transmitir la “intimidad” como parte esencial de mi visión de los “Cristianos puros de África”. La intimidad de sus cruces en la oscuridad, de sus rostros, la intimidad de sus ojos, de sus túnicas. La intimidad de su mundo y mi búsqueda de la belleza tenían que dibujar mi realidad óptica desde la oscuridad, con la misma emoción con la que ellos dibujan con sus dedos manchados de arcilla una cruz blanca sobre la frente de otros fieles.

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